Uno de los errores históricos que, a mi juicio, cometió la izquierda en la transición, fue asociar el final del franquismo con la aceptación de los nacionalismos como seña de pluralidad y diversidad frente al monolítico estado fascista. En esa inercia de “anti” que se instaló tras la muerte del dictador, parecía que había que aceptar, incluso promover, cualquier cosa que éste y sus acólitos habían prohibido, perseguido u ocultado.
De manera que se aceptó de manera acrítica que la España futura, sin modelo federal y bajo un régimen que el propio dictador había instalado como legitimador de su continuidad, tendría que hacer equilibrios –inútiles—para tratar de moverse entre la sacrosanta unidad de la patria y las reivindicaciones históricas, y violentas, de un porcentaje extremadamente pequeño de la población. Incluso el sistema electoral se diseñó para que el voto de los que creen que ser un embrión fecundado en un sitio determinado conlleva una unidad de destino en lo universal valiese más que el de las por entonces muy movilizadas masas obreras.
No creo que sea casualidad, aunque se reflexiona poco, el que los nacionalismos más destacados –incluido el gallego—se nutrieran de las filas ultracatólicas y de la derecha burguesa y aun de la ultraderecha campesina, para quienes el terruño, las tradiciones más legendarias (muy a menudo inventadas o tergiversadas, como toda mitología, religión o creencia de clan) y hasta las costumbres culinarias eran más importantes que el avance social o la aceptación de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Es decir, lo mismo que había ocurrido y ocurre con el nacionalismo ultracatólico del Movimiento Franco-falangista Tómense la molestia de leer en paralelo a Sabino Arana, a José Antonio Primo de Rivera y a Adolf Hitler --bueno, y la sección de opinión de La Razón o El Mundo-- y verán lo que quiero decir. O escuchen a un catalán sorprendido de que en las dos Castillas y en Madrid haya agua e, incluo, árboles. Yo conozco uno que hasta admitió, con los ojos abiertos como platos, haber encontrado en Madrid “gente muy maja”, como suena. El caso contrario también se da con frecuencia, por supuesto, y también lo he visto.
Los que habíamos mamado la izquierda de vocación internacional e internacionalista, en la que el poder debía conquistarse de acuerdo con la marca de clase y no por la ovárico-espermatozóica, asistimos perplejos a los trapicheos y coqueteos de comunistas y socialistas con las derechas independentistas. Al principio, hasta nos daba la risa floja escuchar que ETA era el brazo armado de la izquierda abertzale, porque lo considerábamos, al menos, un oximoron tan extraño al saber político y al sentido común como un nazi demócrata. Haberlos, háylos, claro, pero esa es otra historia.
De aquéllos polvos vienen estos lodos, en los que las fronteras entre la democracia y la partitocracia se han borrado para siempre, y en el que dejan de contarse cien mil votos (nada menos) porque no nos gusta lo que defienden unos cuantos: confiamos tanto en nuestra profundidad democrática frente a los terroristas que lo único que se nos ocurre para combatir su base social es prohibir su participación institucional, negándoles el acceso a la normalización política que, seguramente, sería la única manera de deslegitimar su actividad al margen, precisamente, de las instituciones. Lo más grande es que esto se sabe y se ha apoyado para otros casos fuera de nuestro país, pero aquí no hay manera. Sorprendente.
Ahora asisitimos, entre parabienes de unos y rabietas de otros, a una investidura de Patxi López apoyado en los votos de los que anteayer le llamaban terrorista amigo de los terroristas. A un ex-Lehendakari que se ha acogido al aut caesar, aut nihil (o César, o nada, para los del Plan Nuevo), despreciando a los votantes a los que debe su posición política y mediática. A una presidenta del Parlamento que más les toca los genitales a los de su cuerda. A un coro españolista que aplaude la unión antinatura de los que trataron de impulsar un acuerdo pacífico con los que lo bombardearon. Izquierda Unida se ha abstenido, y eso que viene de gobernar con el PNV, a quien esa unión no le parecía tan antinatural ni ilegítima hasta hace tres meses como a mí.
Lo bueno de todo esto es que, en el fondo, es divertido cómo la izquierda pierde identidad, cómo las derechas acaban uniéndose porque el objetivo es el poder para sus cuadros y cómo los nacionalistas no tienen discurso político que ofrecer si no es que el único poder legítimo es el que da ser “auténticamente” vasco.
De manera que se aceptó de manera acrítica que la España futura, sin modelo federal y bajo un régimen que el propio dictador había instalado como legitimador de su continuidad, tendría que hacer equilibrios –inútiles—para tratar de moverse entre la sacrosanta unidad de la patria y las reivindicaciones históricas, y violentas, de un porcentaje extremadamente pequeño de la población. Incluso el sistema electoral se diseñó para que el voto de los que creen que ser un embrión fecundado en un sitio determinado conlleva una unidad de destino en lo universal valiese más que el de las por entonces muy movilizadas masas obreras.
No creo que sea casualidad, aunque se reflexiona poco, el que los nacionalismos más destacados –incluido el gallego—se nutrieran de las filas ultracatólicas y de la derecha burguesa y aun de la ultraderecha campesina, para quienes el terruño, las tradiciones más legendarias (muy a menudo inventadas o tergiversadas, como toda mitología, religión o creencia de clan) y hasta las costumbres culinarias eran más importantes que el avance social o la aceptación de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Es decir, lo mismo que había ocurrido y ocurre con el nacionalismo ultracatólico del Movimiento Franco-falangista Tómense la molestia de leer en paralelo a Sabino Arana, a José Antonio Primo de Rivera y a Adolf Hitler --bueno, y la sección de opinión de La Razón o El Mundo-- y verán lo que quiero decir. O escuchen a un catalán sorprendido de que en las dos Castillas y en Madrid haya agua e, incluo, árboles. Yo conozco uno que hasta admitió, con los ojos abiertos como platos, haber encontrado en Madrid “gente muy maja”, como suena. El caso contrario también se da con frecuencia, por supuesto, y también lo he visto.
Los que habíamos mamado la izquierda de vocación internacional e internacionalista, en la que el poder debía conquistarse de acuerdo con la marca de clase y no por la ovárico-espermatozóica, asistimos perplejos a los trapicheos y coqueteos de comunistas y socialistas con las derechas independentistas. Al principio, hasta nos daba la risa floja escuchar que ETA era el brazo armado de la izquierda abertzale, porque lo considerábamos, al menos, un oximoron tan extraño al saber político y al sentido común como un nazi demócrata. Haberlos, háylos, claro, pero esa es otra historia.
De aquéllos polvos vienen estos lodos, en los que las fronteras entre la democracia y la partitocracia se han borrado para siempre, y en el que dejan de contarse cien mil votos (nada menos) porque no nos gusta lo que defienden unos cuantos: confiamos tanto en nuestra profundidad democrática frente a los terroristas que lo único que se nos ocurre para combatir su base social es prohibir su participación institucional, negándoles el acceso a la normalización política que, seguramente, sería la única manera de deslegitimar su actividad al margen, precisamente, de las instituciones. Lo más grande es que esto se sabe y se ha apoyado para otros casos fuera de nuestro país, pero aquí no hay manera. Sorprendente.
Ahora asisitimos, entre parabienes de unos y rabietas de otros, a una investidura de Patxi López apoyado en los votos de los que anteayer le llamaban terrorista amigo de los terroristas. A un ex-Lehendakari que se ha acogido al aut caesar, aut nihil (o César, o nada, para los del Plan Nuevo), despreciando a los votantes a los que debe su posición política y mediática. A una presidenta del Parlamento que más les toca los genitales a los de su cuerda. A un coro españolista que aplaude la unión antinatura de los que trataron de impulsar un acuerdo pacífico con los que lo bombardearon. Izquierda Unida se ha abstenido, y eso que viene de gobernar con el PNV, a quien esa unión no le parecía tan antinatural ni ilegítima hasta hace tres meses como a mí.
Lo bueno de todo esto es que, en el fondo, es divertido cómo la izquierda pierde identidad, cómo las derechas acaban uniéndose porque el objetivo es el poder para sus cuadros y cómo los nacionalistas no tienen discurso político que ofrecer si no es que el único poder legítimo es el que da ser “auténticamente” vasco.
¡Qué bien les viene a todos que ETA siga existiendo! Sin ETA, ¿qué serían? ¿Qué tienen que ofrecer a los ciudadanos? Eso sí que no se lo perdono a esos descerebrados que juegan a héroes inmarcesibles con boina: que mantengan y legitimen a estos politicastros. Si abandonaran las armas dejarían con el culo al aire a más de uno y más de tres.
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