Cuando hay un futbolista sobre el campo que no para de correr, aunque sea sin rumbo y luego no dé un pase acertado o no marque un gol, se dice de él que es “muy bullidor”. El público, claro, le reconoce el esfuerzo, pero sabe que su única virtud es la de correr de un lado para otro. En realidad, bullidor es un eufemismo: significa esforzado, pero inútil.
Viene esto a cuento porque el martes estuve en la presentación del libro que han escrito, como diálogo, Almudena Grandes y Gaspar Llamazares, editado por Rafael Sarró y publicado por la Editorial Antonio Machado. Y durante todo el acto no sentí sino perplejidades. Y digo perplejidades porque fueron varias, algunas de ellas jocosas.
La primera perplejidad fue la edad media (nunca mejor dicho) de los asistentes al acto. A mis cuarenta y cinco, me sentía como un alumno de primero de carrera en una reunión de decanos de los antiguos, de los que hacían de jefes de Don pantuflo Zapatilla. Al final agradecí solidario la relativa brevedad del acto, porque no pensaba que tanta próstata castigada pudiera resistir más de la hora y cuarto, aproximadamente, que duró la presentación.
La segunda fue constatar que, a pesar de estar acostumbrado a analizar y maravillarme con los milagros lingüísticos y el poder irónico de los signos, el destino había vuelto a jugar con llamazares: la única cámara de televisión, el único micrófono, tenían el logo de “Caiga quien Caiga”. Llamazares es un buen hombre y, a veces, digno de conmiseración y empática solidaridad. Dos características nefastas para un buen político. Y encima, eso.
La tercera fue que él mismo había elegido como espárrin de su socrático –no platónico, como el joven presentador del acto declaró—libro-diálogo a Almudena Grandes. Yo la consideraba una de las escritoras más sobrevaloradas de la historia de la literatura en castellano, afortunadamente a partir de ahora la consideraré también una intelectual fallida, monocorde y tan profunda y penetrante de pensamiento como una broca de plastilina. Como conozco a Gaspar, creo de veras que no la eligió para dar más brillo a su figura y a sus exposiciones. Pero es uno de los efectos saludables del libro.
La cuarta fue la sarta de animaladas, estupideces y lugares comunes, acompañadas del correspondiente autoflagelo que tuve que escuchar hasta que habló el propio Gaspar. Se dijo, por ejemplo, que la nueva sociedad había operado un “cambio antropológico” (sic) al que la izquierda “no puede responder, no ya con ideas y argumentos de hace dos siglos, ni siquiera con ideas y argumentos de hace quince años”. Idea que repitió la señora Grandes con entusiasta y poco meditada fruición.
Y esto es notable estupidez, en mi opinión, por tres razones: la primera, porque las ideas no tienen vigencia cuantitativo-diacrónica; compruébese si no el éxito despiadado y continuo de budistas, católicos o, ya que estamos, del capitalismo. Son tres o cuatro, son claras, y en el mejor de los casos llevan vigentes más de dos siglos y medio. La segunda porque no conozco más cambio que los cambios antropológicos. Es posible que los haya de otro tipo, pero no me interesan, porque un servidor no es un delfín, ni un mapache, ni un pino piñonero. Que los marxistas sigamos pensando que los cambios sociales son por definición cambios antropológicos, que la frontera entre ambas definiciones de campo es académica, es culpa de Lévi-Strauss y otros rojos a los que ya nadie lee porque escribieron hace más de quince años. La tercera, pero no menos importante, porque resulta que los que tenemos memoria y somos del plan antiguo, sabemos que la izquierda no fracasó por ser una izquierda inadaptada, sino porque precisamente se adaptó y por eso dejó de ser izquierda, renunciando a sus herramientas de análisis, a sus acciones de cambio y a la movilización a cambio de conquistas burguesas que, ahora, están en peligro.
Se presumió mucho en el acto de autocrítica, de asunción de errores y de derrotas deprimentes. Pero no se llegó al fondo de la cuestión: la izquierda dejó de ser marxista. Y con ello dejó de ser izquierda.
Arrear palos a los ultraortodoxos del PCE no va a arreglar nada. Aceptar la democracia burguesa de forma acrítica, poner las esperanzas de la refundación en el republicanismo del que fue fiel devoto el mismísimo Zapatero y presumir de que el espacio de la izquierda es compartido por más personas que votantes sólo da para una poética, no para una política. Llamazares me cae bien por eso, porque es un poeta. Pero de político, nada. Y así le (nos) ha ido.
Y “tratar de llegar” a esas bolsas de gente alternativa, activa, ecologista, concienciada “en su propio lenguaje” es la otra enorme estupidez, la más descomunal: un partido no puede hablar a sus votantes como ellos. Como un adulto no puede presentarse ante sus hijos adolescentes y sus amigos y emplear expresiones como “chachi”, “guay” o “mola mazo”. Porque canta y se ríen de él. Un partido tiene que liderar el lenguaje. Tiene que liderar y poner por escrito la ideología que guía el análisis, la acción y la corriente política. Un partido tiene que atraer con principios, solidez y con una identidad basada en unas ideas inconmovibles e irrenunciables adaptando, sí, la praxis, pero no el análisis. Nada de simplificar. Nada de ideas sencillas, nada de acercarse al votante en su terreno. A estudiar, a juzgar, a actuar. A complicar las cosas.
Porque un pobre es pobre sin internet y con internet. Y un capitalista salvaje y protodelincuente lo es con y sin teléfono móvil. Y un hideputa lo es con muro y sin muro de Berlín.
Vamos, digo yo.
Viene esto a cuento porque el martes estuve en la presentación del libro que han escrito, como diálogo, Almudena Grandes y Gaspar Llamazares, editado por Rafael Sarró y publicado por la Editorial Antonio Machado. Y durante todo el acto no sentí sino perplejidades. Y digo perplejidades porque fueron varias, algunas de ellas jocosas.
La primera perplejidad fue la edad media (nunca mejor dicho) de los asistentes al acto. A mis cuarenta y cinco, me sentía como un alumno de primero de carrera en una reunión de decanos de los antiguos, de los que hacían de jefes de Don pantuflo Zapatilla. Al final agradecí solidario la relativa brevedad del acto, porque no pensaba que tanta próstata castigada pudiera resistir más de la hora y cuarto, aproximadamente, que duró la presentación.
La segunda fue constatar que, a pesar de estar acostumbrado a analizar y maravillarme con los milagros lingüísticos y el poder irónico de los signos, el destino había vuelto a jugar con llamazares: la única cámara de televisión, el único micrófono, tenían el logo de “Caiga quien Caiga”. Llamazares es un buen hombre y, a veces, digno de conmiseración y empática solidaridad. Dos características nefastas para un buen político. Y encima, eso.
La tercera fue que él mismo había elegido como espárrin de su socrático –no platónico, como el joven presentador del acto declaró—libro-diálogo a Almudena Grandes. Yo la consideraba una de las escritoras más sobrevaloradas de la historia de la literatura en castellano, afortunadamente a partir de ahora la consideraré también una intelectual fallida, monocorde y tan profunda y penetrante de pensamiento como una broca de plastilina. Como conozco a Gaspar, creo de veras que no la eligió para dar más brillo a su figura y a sus exposiciones. Pero es uno de los efectos saludables del libro.
La cuarta fue la sarta de animaladas, estupideces y lugares comunes, acompañadas del correspondiente autoflagelo que tuve que escuchar hasta que habló el propio Gaspar. Se dijo, por ejemplo, que la nueva sociedad había operado un “cambio antropológico” (sic) al que la izquierda “no puede responder, no ya con ideas y argumentos de hace dos siglos, ni siquiera con ideas y argumentos de hace quince años”. Idea que repitió la señora Grandes con entusiasta y poco meditada fruición.
Y esto es notable estupidez, en mi opinión, por tres razones: la primera, porque las ideas no tienen vigencia cuantitativo-diacrónica; compruébese si no el éxito despiadado y continuo de budistas, católicos o, ya que estamos, del capitalismo. Son tres o cuatro, son claras, y en el mejor de los casos llevan vigentes más de dos siglos y medio. La segunda porque no conozco más cambio que los cambios antropológicos. Es posible que los haya de otro tipo, pero no me interesan, porque un servidor no es un delfín, ni un mapache, ni un pino piñonero. Que los marxistas sigamos pensando que los cambios sociales son por definición cambios antropológicos, que la frontera entre ambas definiciones de campo es académica, es culpa de Lévi-Strauss y otros rojos a los que ya nadie lee porque escribieron hace más de quince años. La tercera, pero no menos importante, porque resulta que los que tenemos memoria y somos del plan antiguo, sabemos que la izquierda no fracasó por ser una izquierda inadaptada, sino porque precisamente se adaptó y por eso dejó de ser izquierda, renunciando a sus herramientas de análisis, a sus acciones de cambio y a la movilización a cambio de conquistas burguesas que, ahora, están en peligro.
Se presumió mucho en el acto de autocrítica, de asunción de errores y de derrotas deprimentes. Pero no se llegó al fondo de la cuestión: la izquierda dejó de ser marxista. Y con ello dejó de ser izquierda.
Arrear palos a los ultraortodoxos del PCE no va a arreglar nada. Aceptar la democracia burguesa de forma acrítica, poner las esperanzas de la refundación en el republicanismo del que fue fiel devoto el mismísimo Zapatero y presumir de que el espacio de la izquierda es compartido por más personas que votantes sólo da para una poética, no para una política. Llamazares me cae bien por eso, porque es un poeta. Pero de político, nada. Y así le (nos) ha ido.
Y “tratar de llegar” a esas bolsas de gente alternativa, activa, ecologista, concienciada “en su propio lenguaje” es la otra enorme estupidez, la más descomunal: un partido no puede hablar a sus votantes como ellos. Como un adulto no puede presentarse ante sus hijos adolescentes y sus amigos y emplear expresiones como “chachi”, “guay” o “mola mazo”. Porque canta y se ríen de él. Un partido tiene que liderar el lenguaje. Tiene que liderar y poner por escrito la ideología que guía el análisis, la acción y la corriente política. Un partido tiene que atraer con principios, solidez y con una identidad basada en unas ideas inconmovibles e irrenunciables adaptando, sí, la praxis, pero no el análisis. Nada de simplificar. Nada de ideas sencillas, nada de acercarse al votante en su terreno. A estudiar, a juzgar, a actuar. A complicar las cosas.
Porque un pobre es pobre sin internet y con internet. Y un capitalista salvaje y protodelincuente lo es con y sin teléfono móvil. Y un hideputa lo es con muro y sin muro de Berlín.
Vamos, digo yo.
(La pena es que Llamazares se nos va. Y es un tipo muy bullidor, de los que la afición siempre se apiada. Claro, que yo prefiero a Guti o a Curro Romero).
P.S.: De hecho, todo este ladrillo Forges lo explicó mejor en menos tiempo:
http://www.elpais.com/vineta/?d_date=20081029&autor=Forges&anchor=elpporopivin&xref=20081029elpepivin_1&type=Tes&k=Forges
P.S.: De hecho, todo este ladrillo Forges lo explicó mejor en menos tiempo:
http://www.elpais.com/vineta/?d_date=20081029&autor=Forges&anchor=elpporopivin&xref=20081029elpepivin_1&type=Tes&k=Forges