En 2005, murieron en España 387.355 personas. De ambos sexos, o géneros. Hubo casi 3.500 suicidios y unas 4.000 víctimas mortales en accidentes de tráfico. 1.000 personas murieron –todavía—en el parto o por complicaciones perinatales. La primera posición es para las enfermedades relacionadas con el sistema circulatorio (126.000), aunque como la mayoría de las defunciones se certifican como “parada cardíaca” esto debería matizarse. Murieron 11.000 personas por “síntomas, signos y hallazgos anormales clínicos y de laboratorio, no clasificados en otra parte”; es decir: que han muerto no se sabe muy bien por qué. No creo que las tendencias hayan cambiado mucho, exceptuando quizá las relacionadas con los accidentes de tráfico, tendencia que mejora a pesar de que nuestros lemmings motorizados se están empeñando en revertir la tendencia en este final de año.
También recuerdo que hace muchos años, El Perich, en uno de sus chistes-comentarios en El Jueves dentro de las “Noticias del 5º Canal”, ironizaba sobre el problema del consumo de droga en Barcelona. Decía algo así como: “Las autoridades, preocupadas porque en Barcelona hay 200.000 drogadictos. Dado que en Barcelona viven 3 millones de personas, la buena noticia es que hay 2.800.000 personas que no tienen problemas de droga. Así que a lo mejor, el problema de la droga no es tanto problema”. Era más menos así.
Digo todo esto porque con motivo del Día de la Violencia contra las Mujeres (o como se llame oficialmente) he escuchado una tertulia en Hoy por Hoy que me ha dejado un poco perplejo. Una de las intervinientes se quejaba de que, con 62 mujeres muertas en lo que va de año –desde luego la cifra empeorará con las Navidades--, “la violencia machista sólo aparece en el noveno lugar” del Barómetro del CIS como una preocupación de la sociedad.
A mí, para ser sincero, me parece que cuantitativa y cualitativamente hay un éxito enorme de sensibilización cuando un problema que afecta al 0,02% de las personas que mueren al año es una de las máximas preocupaciones de la sociedad. No quiero trivializar y apropiarme del mencionado chiste de El Perich diciendo que hay 174.958 mujeres que no han muerto por el maltrato. Pero me preocupa que los creadores de la mal llamada alarma social no dejen espacio para los análisis cuando muestran su justa indignación; me asusta más cuando el pánico o el malestar que siembran convierte todo lo gris en blanco y negro y se sustituye la búsqueda de causas, la investigación y la matización por la condena, la consigna y la exigencia de acciones radicales, inespecíficas. Por eso no me gusta hablar de “atajar” los problemas. No me gustan los atajos. Ni los tajos.
Tampoco me ha parecido muy propio dedicar parte de la tertulia a si había que denominar al fenómeno “violencia doméstica” o “violencia machista”. Porque no me parece sólo una cuestión de ponerle apellido a la violencia, al maltrato o al asesinato. Estos sucesos se tratan siempre como una enfermedad, y yo creo que es una equivocación. En mi –seguramente equivocada—opinión, los asesinatos que tienen que ver con las parejas son un síntoma de una enfermedad mucho más profunda.
Me parece que hay un cambio de posición de la mujer en todas las dimensiones de la vida. Y que muchos hombres se sienten amenazados por ese cambio de posición, en muchas ocasiones porque ellos no saben o no quieren saber dónde les toca estar a ellos ahora.
Muchos de los valores, de las tradiciones y de las pautas culturales que han regido la interacción y la presentación de las personas en su vida doméstica, laboral e, incluso, sexual, no se han vertebrado aún en modelos alternativos socializados, en epopeyas, relatos y valoraciones que propongan modelos a seguir coherentes y estructurados. Modelos en los que la virilidad del hombre no sea la posesión de la mujer, gritar más fuerte o ser más desfachatado que los demás, más grosero, más “poderoso”. En esto vamos todos un poco a tientas.
Y todo viene de que a los energúmenos no les hacemos frente de verdad. Al que se cuela en la cola, al que circula por el arcén en un atasco, al que mea en una pared, al que lleva la moto con escape libre a las tres de la madrugada, al que pone lavadoras a esa misma hora, al que pega al chaval que va con la camisa por dentro, al que presume de follar más que nadie porque las tías están pa’ eso, al que habla a gritos por el móvil en el tren –habitualmente para decir que va en el tren--, al que se pasa las señales por el forro, al que fuma en los ascensores, al que no te sujeta la puerta en el metro, al que busca las gafas junto al surtidor de gasolina cuando tiene detrás seis vehículos, al que no tiene preparado el dinero del peaje, al que se va de vacaciones dejando ladrar a su perro día y noche, al que le importa un carajo que su coche contamine, al que cree que “lavavajillas” es un bidé para personas con disfunción en el crecimiento, al que ve en su hijo la proyección de su estupidez o de los logros que no ha conseguido, al que cree que sólo existe él en el mundo... A ése le dejamos siempre hacer lo que le da la gana para no meternos en líos, no sea que acabemos en coma en un hospital por defender a alguien de una agresión o, peor, en un juicio.
Y ese es el problema de la violencia s-o-c-i-a-l del que muchas mujeres --y hombres: personas-- salen muertas o magulladas: vivir en una cultura de matones (y matonas: ojito) en la que los que no lo son, como hicieron los alemanes en los años 30, nos inhibimos, miran hacia otro lado y “se contiene”. Claro que muchas veces esos energúmenos somos nosotros mismos.
Y nadie tira piedras contra su propio tejado.
Vamos, digo yo.
También recuerdo que hace muchos años, El Perich, en uno de sus chistes-comentarios en El Jueves dentro de las “Noticias del 5º Canal”, ironizaba sobre el problema del consumo de droga en Barcelona. Decía algo así como: “Las autoridades, preocupadas porque en Barcelona hay 200.000 drogadictos. Dado que en Barcelona viven 3 millones de personas, la buena noticia es que hay 2.800.000 personas que no tienen problemas de droga. Así que a lo mejor, el problema de la droga no es tanto problema”. Era más menos así.
Digo todo esto porque con motivo del Día de la Violencia contra las Mujeres (o como se llame oficialmente) he escuchado una tertulia en Hoy por Hoy que me ha dejado un poco perplejo. Una de las intervinientes se quejaba de que, con 62 mujeres muertas en lo que va de año –desde luego la cifra empeorará con las Navidades--, “la violencia machista sólo aparece en el noveno lugar” del Barómetro del CIS como una preocupación de la sociedad.
A mí, para ser sincero, me parece que cuantitativa y cualitativamente hay un éxito enorme de sensibilización cuando un problema que afecta al 0,02% de las personas que mueren al año es una de las máximas preocupaciones de la sociedad. No quiero trivializar y apropiarme del mencionado chiste de El Perich diciendo que hay 174.958 mujeres que no han muerto por el maltrato. Pero me preocupa que los creadores de la mal llamada alarma social no dejen espacio para los análisis cuando muestran su justa indignación; me asusta más cuando el pánico o el malestar que siembran convierte todo lo gris en blanco y negro y se sustituye la búsqueda de causas, la investigación y la matización por la condena, la consigna y la exigencia de acciones radicales, inespecíficas. Por eso no me gusta hablar de “atajar” los problemas. No me gustan los atajos. Ni los tajos.
Tampoco me ha parecido muy propio dedicar parte de la tertulia a si había que denominar al fenómeno “violencia doméstica” o “violencia machista”. Porque no me parece sólo una cuestión de ponerle apellido a la violencia, al maltrato o al asesinato. Estos sucesos se tratan siempre como una enfermedad, y yo creo que es una equivocación. En mi –seguramente equivocada—opinión, los asesinatos que tienen que ver con las parejas son un síntoma de una enfermedad mucho más profunda.
Me parece que hay un cambio de posición de la mujer en todas las dimensiones de la vida. Y que muchos hombres se sienten amenazados por ese cambio de posición, en muchas ocasiones porque ellos no saben o no quieren saber dónde les toca estar a ellos ahora.
Muchos de los valores, de las tradiciones y de las pautas culturales que han regido la interacción y la presentación de las personas en su vida doméstica, laboral e, incluso, sexual, no se han vertebrado aún en modelos alternativos socializados, en epopeyas, relatos y valoraciones que propongan modelos a seguir coherentes y estructurados. Modelos en los que la virilidad del hombre no sea la posesión de la mujer, gritar más fuerte o ser más desfachatado que los demás, más grosero, más “poderoso”. En esto vamos todos un poco a tientas.
Y todo viene de que a los energúmenos no les hacemos frente de verdad. Al que se cuela en la cola, al que circula por el arcén en un atasco, al que mea en una pared, al que lleva la moto con escape libre a las tres de la madrugada, al que pone lavadoras a esa misma hora, al que pega al chaval que va con la camisa por dentro, al que presume de follar más que nadie porque las tías están pa’ eso, al que habla a gritos por el móvil en el tren –habitualmente para decir que va en el tren--, al que se pasa las señales por el forro, al que fuma en los ascensores, al que no te sujeta la puerta en el metro, al que busca las gafas junto al surtidor de gasolina cuando tiene detrás seis vehículos, al que no tiene preparado el dinero del peaje, al que se va de vacaciones dejando ladrar a su perro día y noche, al que le importa un carajo que su coche contamine, al que cree que “lavavajillas” es un bidé para personas con disfunción en el crecimiento, al que ve en su hijo la proyección de su estupidez o de los logros que no ha conseguido, al que cree que sólo existe él en el mundo... A ése le dejamos siempre hacer lo que le da la gana para no meternos en líos, no sea que acabemos en coma en un hospital por defender a alguien de una agresión o, peor, en un juicio.
Y ese es el problema de la violencia s-o-c-i-a-l del que muchas mujeres --y hombres: personas-- salen muertas o magulladas: vivir en una cultura de matones (y matonas: ojito) en la que los que no lo son, como hicieron los alemanes en los años 30, nos inhibimos, miran hacia otro lado y “se contiene”. Claro que muchas veces esos energúmenos somos nosotros mismos.
Y nadie tira piedras contra su propio tejado.
Vamos, digo yo.
P.S.: que conste que a mí me gustaría que la violencia contra las mujeres fuese un sencillo problema de género. Como me gustaría que la violencia terrorista fuese un problema político. Como me gustaría que el hambre y la enfermedad fuera un problema de alimentación o médico. Pero me temo que esos atajos no llevan a ningún sitio.
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