martes, 13 de enero de 2009

La Miseria de la Política (II).

Decía en el anterior mensaje lo de la publicidad porque estoy convencido de que la política como tal existe en unos lugares y términos a los que los ciudadanos no tenemos ningún acceso. Ni siquiera los periodistas lo tienen.
A los periodistas les gustan las nevadas del invierno y las olas de calor en verano; porque pueden escribir algo que ellos mismos están viendo. Porque de lo demás no se enteran. No saben, o no pueden publicar por qué se está armando la que se está armando en el Cáucaso. No saben, o no pueden publicar, por qué la invasión genocida de Gaza ha coincidido con unos cuantos movimientos en Afghanistán, Paquistán e Irán y con lo que ocurre en el Cáucaso. No saben o no pueden publicar qué piensa la nueva administración Obama del problema Israelí que, como todo el mundo sabe excepto ellos, es un problema estadounidense disfrazado de problema israelí. Tampoco pueden explicar por qué cada vez que hay escasez de ciertas materias primas surge una oleada de crímenes en masa o de golpes de estado (o ambos) en África, ese evacuadero por donde la dignidad humana se va una vez que tiramos de la cadena con nuestro mando a distancia.
Y no pueden publicar nada de eso porque la explicación requiere muchísimo trabajo. Explicar por qué Indonesia, Malasia y Singapur tienen un papel decisivo en el futuro de los conflictos de Oriente Medio es farragoso, requiere mucho trabajo y, quizá, informarse in situ. Y los periodistas están en manos de gabinetes de prensa, departamentos de imagen y profesionales de la comunicación que redactan las noticias, los comunicados y hasta las entrevistas. El periodismo actual la mayoría de las veces no es más que un soporte publicitario de los grupos de poder que pagan a quienes hablan a los periodistas y a ellos mismos. Así todo queda en casa.
Otras veces es cuestión de estupidez supina: cuando GW Bush dice que lamenta "el error" de las armas de destrucción masiva --que EEUU e Israel poseen con profusión--que Iran no ocultaba, el periodista repite la palabra error porque cita las palabras del ya ex-presidente. Con lo que se ayuda a instalar la opinión de que este cruzado de la nueva guerra antiterrorista, incapaz de socorrer a sus compatriotas en Louisiana, no mintió ni llevó al mundo a una catástrofe de proporciones que aún no hemos empezado a percibir, sino que apenas se le resbaló un plato.
Los periodistas sólo repiten. Y con su repetición dan un altavoz a lo que la política ha convertido en eslóganes, en frases hechas de fácil consumo, en píldoras amargas de vaciedad, de indignidad, de inmoralidad. Cuando nosotros luego, en una cena, al hablar de política sólo repetimos esas estupideces creemos que hablamos de ella. Y no. Estamos hablando de lo que la política publicita. De lo que la política nos hace consumir. Repetimos los jingles, los cierres ingeniosos, la frase curiosa o indignante.
Ni siquiera los políticos nos hablan. Hablan a los suyos, a sus publicitarios, a sus amigos o a sus enemigos, a quienes les hacen decir, a quienes les hacen creer que les escuchan. Y, como en todo, hay clases: los grandes de la publicidad política saben que, de cuando en cuando, hay que producir un gran espectáculo. Y montan una invasión, una guerra, un ataque selectivo, una bomba inteligente. Es entonces cuando la guerra pasa a ser la continuación de la publicidad por otros medios: enseñando lo que pasa cuando no tragas la píldora, cuando no te comes la sopita.
Así que ojito.
Continuará.
P.S.: El embajador de Israel en España comparaba el otro día su invasión con las realizadas por la OTAN en los balcanes. Y podría funcionar, si no fuera porque la acción de la OTAN estaba avalada por unas cuantas resoluciones de la ONU, resoluciones que Israel tiende a pasarse por el arco de las lamentaciones con fruición. Afortunadamente, esta vez un periodista (Francino, para mi sorpresa) interrumpió el spot. Pero no importaba: el Embajador se fue a emitir a otra parte su spot. Porque él sabe que los anuncios los ves y te los tragas. Y si no, apagas la tele.
Pero entonces, claro, no te enterarías de nada.
Qué pena.

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