Cuando la publicidad y los publicitarios se hicieron –nos hicimos—con la política, ésta dejó de tener un ámbito ético o estético para pasar a tener un carácter técnico. Es decir, que un individuo (lamento no poder hacer caso a la ministra: me niego a escribir individua) puede ganar unas elecciones si emplea las técnicas publicitarias adecuadas, independientemente de cuál sea el fondo ético de su mensaje, cuáles sean sus proyectos o las formas que tiene previstas para poner éstos en marcha.
Como se sabe, se ha escrito mucho sobre el famoso debate Nixon/Kennedy, en el que la imagen de wasp joven y atractivo del futuro presidente católico arrolló a un Nixon que hasta entonces era el candidato más sólido. Se ha escrito mucho menos sobre el destino del pueblo americano que vota –el índice de población que vota en los Estados Unidos ha sido durante años inferior al de Bolivia, por ejemplo--, obligado a escoger entre un putero adicto a los calmantes y un mentiroso paranoide.
Ese debate no inauguró ni mucho menos la actual mercadería política de la imagen: Fidias (léase Pericles), Virgilio (léase Augusto César), Miguel Ángel (léase el Papa Julio), Velázquez (Léase el rey Felipe), y Goebbels (léase Goebbels), entre muchos otros, ya habían dado con la importancia que tiene la imagen para comunicar la relación entre el poder y su presencia, su mostración a los guiados. Pero una cosa es mostrar a Napoleón cabello al viento a pesar de su célebre calvicie o a Felipe II con cara de “conviértete o te quemo” y otra es ver a esos líderes convertidos en iconos de camisetas, en vaqueros de las praderas o en siglas estúpidas, sin poder profundizar más en sus creencias, en los contenidos de su liderazgo, en sus motivaciones profundas, en su idea de Estado, en su concepción de la vida y la participación ciudadana.
No logro imaginarme a Don Práxedes Amadeo Sagasta convertido en PAS, o a Don Manuel Azaña como protagonista de un cómic. Por tanto me es casi imposible tratar a José Mará Aznar o a José Bono con el título de Don, excepto, claro está, si lo asocio con otros hombres ilustres y también con enorme éxito icónico que nos ha dado el malparido siglo XX.
Y es que la imagen no lo es todo. Los publicitarios somos mercenarios a quienes nos da lo mismo vender un papel higiénico que un programa político... Oooops. Perdón. El ejemplo no es bueno. Quiero decir que si a uno lo contrata un partido o un líder con el que se está más o menos de acuerdo, pues vale. Y si no, pues también vale. Las prostitutas y los publicitarios no podemos escoger. Pero entonces lo que hacemos es vaciar al personaje o al partido de su contenido para vender el continente que nosotros decidamos que es el más adecuado para ganar.
Los y las votantes –vale, ministra—no estarán escogiendo, entonces, de acuerdo con sus convicciones, sino de acuerdo con sus gustos. De tal manera que el consumo político se realiza a la misma escala que el consumo de cualquier otro bien sobre el que no juzgamos utilidad, durabilidad o funcionalidad, sino su proximidad, como marca, a un cierto campo de valores que nos parecen próximos en alguna medida, inconsciente, afectiva... Votamos por inclinación, por impulso, por proximidad. Pero no sabemos lo que votamos de veras.
De hecho, los políticos obtienen de nosotros una ventaja que no tenía Don Emilio Castelar: hacer paraecer que los problemas que nos acucian son tan complejos e irresolubles que sólo ellos pueden solucionarlos. Sólo ellos cuentan con la técnica para tratar de resolverlos o, con más frecuencia, para declararlos irresolubles. Así que el publicitario lo que hace es decir simplemente que alguien sabe hacer lo que sus votantes no saben. Y que lo va a hacer bien. De los lavavajillas no sabemos ni nos interesa qué contienen las misteriosas bolitas que se esparcen por la mierda de los cacharros con su varita mágica limpia y pura; de los cosméticos, ignoramos y nos importa un bledo qué es un hidroxiácido o qué demonios hace con la caspa el zincpyritione; de los coches conocemos menos significados que siglas como ABS, ESS, ESP, ETS, etc.; de los políticos no nos hacemos una idea de si creen en un dios o en varios, si tienen en sus manos un poder ejecutivo real, si saben qué hacer con los bancos o se dejan mandar por ellos porque el que paga manda, en qué valores creen (si les suena la palabra). De los políticos sabemos todos excepto sus concepciones políticas, sus raíces éticas, sus convicciones morales, sus aspiraciones utópicas. Pero sabemos de qué equipo son.
Qué peligro.
Feliz año, dentro de lo que cabe.
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