Cuando era pequeño y viajaba no entendía muy bien por qué se desconfiaba de los madrileños, por qué se nos tenía tanta manía, tanto temor. Hasta el punto de que, como normalmente ninguno de nosotros era madrileño de pura cepa, nos remitíamos a las raíces de nuestros padres, oriundos siempre de otro sitio. Pero ahora que ya ni siquiera vivo en "la capital" sé muy bien lo que ocurre con el madrileño.
Vaya por delante que el madrileño no es necesariamente alguien que ha nacido en Madrid. Ni siquiera tiene que vivir en Madrid. He conocido madrileños canadienses, turcos, dominicanos... y hasta vascos. La manera de ser madrileña, no obstante, se originó en la villa y corte. Madrileños fueron y son sus apóstoles. Madrileños son sus líderes más prominentes.
Voy a exponer algunas de las características de este notable y extendido grupo zoológico (hay quien asegura que son humanos, confundidos por la apariencia física):
El madrileño no sólo cree que todo es suyo, sino que la totalidad manifiesta de la creación ha dispuesto las cosas pensando exclusivamente en el madrileño. Es decir, que tiene título de propiedad sobre aquéllo que holla, pisa, pasea o destroza. Pero esta concepción va mucho más allá de la apropiación: llega a la metafísica. Un madrileño no concibe que haya playas el martes, que la tarde ilumine un lago en un día laborable, que haya museos abiertos cuando él no está, que haya gente que trabaja cuando él está de vacaciones, que haya establecimientos cerrados en días festivos ("así no van a hacer negocio") o que haya gente que viva en los centros históricos de las ciudades. Etcétera.
Como para él el mundo aparece cuando está y desaparece cuando se ha ido, le resulta inconcebible que el escape libre de la moto de su niño despierte a nadie. Que su basura destroce entornos ajenos, que su fuego pueda quemar un bosque. Que haya otros vehículos en la carretera. Que su ruido pueda molestar a nadie. Digamos, de paso, que el madrileño es esencialmente incapaz de soportar la falta de ruido, por eso lo lleva con él a donde vaya. En pleno invierno verás al pelopincho con el bacalao rumbero a todo trapo con las ventanillas bajadas; en cualquier playa, si un chiringuito quiere tener éxito, atraerá a los madrileños con el loro a tantos vatios como se necesitan para derribar un puente; en la montaña oirás lo que tú crees un concierto al aire libre que no es más que una familia de domingueros que, por llevar, se llevan la televisión plana con el home cinema. En París cenan en McDonald’s.
El madrileño entiende que haya normas, señales de tráfico y reglas de educación ciudadana. Pero da por supuesto, como es natural, que esas normas se han establecido para la pobre gente no madrileña. Porque el madrileño tiene la potestad hermenéutico-legislativa: es decir, la de interpretar las normas. Que se salta un semáforo y te golpea el costado: venías muy deprisa. Que la señal limita la velocidad a 20 km/h: “hombre, eso quiere decir 40”. Que da un índice de alcoholemia como para que no le dejen embarcar en un avión: “eso es para la gente que no sabe beber ni conducir”. Que hacen carreras de motos a la puerta de tu casa pero tratan de atropellar a tu perro: “es que esta urbanización es de motos, no de perros”. Que se pasa el "Ceda el paso" por el Arco de la Moncloa: "Es que yo vengo por una calle principal". Que aparca en doble fila en una calle llena de estacionamientos libres: “es que voy ahí mismo, no tiene por qué ponerse así, que no aguanta usted nada”. (Nota: todos estos son casos reales, sucedidos a quien esto escribe).
El madrileño es el que rezonga en la fila y cuando le toca el turno está tres cuartos de hora para hacer una operación simple, mirando de vez en cuando por encima del hombro, como queriendo decir. El madrileño es el que se ríe de los que respetan a los demás, cumplen con las normas, hacen caso a las señales o piensan en si pueden perjudicar a otros: “siejque no se pude ir así por la vida, que te comen”.
Voy a exponer algunas de las características de este notable y extendido grupo zoológico (hay quien asegura que son humanos, confundidos por la apariencia física):
El madrileño no sólo cree que todo es suyo, sino que la totalidad manifiesta de la creación ha dispuesto las cosas pensando exclusivamente en el madrileño. Es decir, que tiene título de propiedad sobre aquéllo que holla, pisa, pasea o destroza. Pero esta concepción va mucho más allá de la apropiación: llega a la metafísica. Un madrileño no concibe que haya playas el martes, que la tarde ilumine un lago en un día laborable, que haya museos abiertos cuando él no está, que haya gente que trabaja cuando él está de vacaciones, que haya establecimientos cerrados en días festivos ("así no van a hacer negocio") o que haya gente que viva en los centros históricos de las ciudades. Etcétera.
Como para él el mundo aparece cuando está y desaparece cuando se ha ido, le resulta inconcebible que el escape libre de la moto de su niño despierte a nadie. Que su basura destroce entornos ajenos, que su fuego pueda quemar un bosque. Que haya otros vehículos en la carretera. Que su ruido pueda molestar a nadie. Digamos, de paso, que el madrileño es esencialmente incapaz de soportar la falta de ruido, por eso lo lleva con él a donde vaya. En pleno invierno verás al pelopincho con el bacalao rumbero a todo trapo con las ventanillas bajadas; en cualquier playa, si un chiringuito quiere tener éxito, atraerá a los madrileños con el loro a tantos vatios como se necesitan para derribar un puente; en la montaña oirás lo que tú crees un concierto al aire libre que no es más que una familia de domingueros que, por llevar, se llevan la televisión plana con el home cinema. En París cenan en McDonald’s.
El madrileño entiende que haya normas, señales de tráfico y reglas de educación ciudadana. Pero da por supuesto, como es natural, que esas normas se han establecido para la pobre gente no madrileña. Porque el madrileño tiene la potestad hermenéutico-legislativa: es decir, la de interpretar las normas. Que se salta un semáforo y te golpea el costado: venías muy deprisa. Que la señal limita la velocidad a 20 km/h: “hombre, eso quiere decir 40”. Que da un índice de alcoholemia como para que no le dejen embarcar en un avión: “eso es para la gente que no sabe beber ni conducir”. Que hacen carreras de motos a la puerta de tu casa pero tratan de atropellar a tu perro: “es que esta urbanización es de motos, no de perros”. Que se pasa el "Ceda el paso" por el Arco de la Moncloa: "Es que yo vengo por una calle principal". Que aparca en doble fila en una calle llena de estacionamientos libres: “es que voy ahí mismo, no tiene por qué ponerse así, que no aguanta usted nada”. (Nota: todos estos son casos reales, sucedidos a quien esto escribe).
El madrileño es el que rezonga en la fila y cuando le toca el turno está tres cuartos de hora para hacer una operación simple, mirando de vez en cuando por encima del hombro, como queriendo decir. El madrileño es el que se ríe de los que respetan a los demás, cumplen con las normas, hacen caso a las señales o piensan en si pueden perjudicar a otros: “siejque no se pude ir así por la vida, que te comen”.
Supongo que con estas cosas se pueda entender mejor lo que pasa en la Comunidad de Madrid. Y que la Comunidad Valenciana, Málaga y Murcia, destinos naturales de los madrileños, compartan el virus. Con este motivo aclaratorio he escrito esta pequeña satyra.
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