Anoche vi unos reportajes sobre la inentona de golpe del 23 de Febrero (de 1981, para los del plan nuevo). Yo había vuelto a mi antiguo Instituto, no recuerdo por qué, aunque me parece que tenía que ver con una reunión política. Yo ya estaba en Comillas, pero no había roto lazos con mi única etapa de educación laica (Gracias, Antonio, Roberto, Alejandro...).
Eran unos tiempos muy puros y, como tales, muy confusos. En las manifestaciones de los dos años anteriores contra la reforma educativa –y contra Martín Villa, que aún amparaba disparos al aire, detenciones ilegales y Conesas, amparo sobre el que se ha corrido un muy tupido velo—yo devolvía botes de humo con el que ahora le escribe los discursos a Esperanza Aguirre y con una chavala con nombre de tío que simpatizaba, y creo que se liaba, con gente neonazi. Bueno, y conmigo. Carisma tolerante, que le dicen.
También hay que recordar que la política era tan seguida –emocional y racionalmente—como ahora el fútbol o los realities, y que cuando había un debate importante en el Congreso andábamos por los autobuses, por la calle y aun en las clases, con la radio pequeñita en el bolsillo. Como aquéllos vejetes que iban por el retiro los domingos con el Carrussell Deportivo a toda leña, pero en concientizado. Es importante tener esto en cuenta, porque explica que prácticamente toda la ciudad se enterase del golpe en tiempo real.
El caso es que aquélla tarde era de esas que en Madrid ya huelen a primavera. No hacía mucho frío y había pasado a saludar a Macario el secretario (infame pareado para una gran persona) y de pronto la SER, los disparos y todo el lío. Después de no dar crédito durante un par de segundos corrí de clase en clase para evacuar el Instituto. Todo el turno de vespertino y el comienzo del nocturno anduvo a las carreras, solicitando información confusa, arreando para sus casas o para las sedes de los partidos y movimientos, según el caso.
Es difícil explicar a los de ahora que, en una época sin teléfonos móviles, todo el mundo sabía qué hacer y dónde ir para deshacerse de papeles, localizar a los ilocalizables, preparar –en algunos casos—el viaje a Gredos o a Francia, salvar lo que se pudiera de los locales, repartirse los libros y los documentos más imprescindibles... En fin, un estrés coordinado. En dos horitas, hacia las ocho y media, todo estaba más o menos controlado y cogí un autobús para ir a casa. Cuando llegué, mis padres estaban histéricos, pensando eso que las madres definen como “que te hubiera pasado cualquier cosa”.
Luego, dos horitas de teléfono, cena y escapada al Palace. Como en Neptuno había de todo y todo bueno, los de mi cuerda anduvimos muy discretos. Lola me había acompañado por si un aquél de parejita-paseando-sin-nada-que-ver-con-el-lío. Tan discretos anduvimos que, cuando estuvimos a punto de chocar con los que vitoreaban a los golpistas, recibimos la consigna de que va a ser que no. Para casa, tranquilidad y ya veríamos por la mañana. Se rumoreaba que el golpe estaba triunfando en Valencia y la música militar de Radio Nacional no ayudaba a pensar en que “mañana por la mañana” iba a ser coser y cantar.
Eran unos tiempos muy puros y, como tales, muy confusos. En las manifestaciones de los dos años anteriores contra la reforma educativa –y contra Martín Villa, que aún amparaba disparos al aire, detenciones ilegales y Conesas, amparo sobre el que se ha corrido un muy tupido velo—yo devolvía botes de humo con el que ahora le escribe los discursos a Esperanza Aguirre y con una chavala con nombre de tío que simpatizaba, y creo que se liaba, con gente neonazi. Bueno, y conmigo. Carisma tolerante, que le dicen.
También hay que recordar que la política era tan seguida –emocional y racionalmente—como ahora el fútbol o los realities, y que cuando había un debate importante en el Congreso andábamos por los autobuses, por la calle y aun en las clases, con la radio pequeñita en el bolsillo. Como aquéllos vejetes que iban por el retiro los domingos con el Carrussell Deportivo a toda leña, pero en concientizado. Es importante tener esto en cuenta, porque explica que prácticamente toda la ciudad se enterase del golpe en tiempo real.
El caso es que aquélla tarde era de esas que en Madrid ya huelen a primavera. No hacía mucho frío y había pasado a saludar a Macario el secretario (infame pareado para una gran persona) y de pronto la SER, los disparos y todo el lío. Después de no dar crédito durante un par de segundos corrí de clase en clase para evacuar el Instituto. Todo el turno de vespertino y el comienzo del nocturno anduvo a las carreras, solicitando información confusa, arreando para sus casas o para las sedes de los partidos y movimientos, según el caso.
Es difícil explicar a los de ahora que, en una época sin teléfonos móviles, todo el mundo sabía qué hacer y dónde ir para deshacerse de papeles, localizar a los ilocalizables, preparar –en algunos casos—el viaje a Gredos o a Francia, salvar lo que se pudiera de los locales, repartirse los libros y los documentos más imprescindibles... En fin, un estrés coordinado. En dos horitas, hacia las ocho y media, todo estaba más o menos controlado y cogí un autobús para ir a casa. Cuando llegué, mis padres estaban histéricos, pensando eso que las madres definen como “que te hubiera pasado cualquier cosa”.
Luego, dos horitas de teléfono, cena y escapada al Palace. Como en Neptuno había de todo y todo bueno, los de mi cuerda anduvimos muy discretos. Lola me había acompañado por si un aquél de parejita-paseando-sin-nada-que-ver-con-el-lío. Tan discretos anduvimos que, cuando estuvimos a punto de chocar con los que vitoreaban a los golpistas, recibimos la consigna de que va a ser que no. Para casa, tranquilidad y ya veríamos por la mañana. Se rumoreaba que el golpe estaba triunfando en Valencia y la música militar de Radio Nacional no ayudaba a pensar en que “mañana por la mañana” iba a ser coser y cantar.
Nada más volver a casa con Lola apareció Juan Carlos. A pesar de las angustias de la generación de mis padres, el gesto era claro: no había golpe. Más telefonazos de comprobación. Después de todo, “mañana por la mañana” empezaba a verse más claro. Valencia se tranquilizaba y la Brunete acuartelada en Villaviciosa –cuyos mandos y suboficiales tuve el gusto de soportar en mi propia mili en Valladolid—volvía a casita sin haber quitado las zapatas de los carros de combate.
La mañana siguiente hacía más frío. Y todos, de alguna manera, supimos que íbamos a pagar un precio muy alto por aquéllo. Nunca supimos nada de la trama civil. Ni siquiera anoche. Y todos vimos cómo la izquierda española se hacía de derecha para poder gobernar: primero consolidar la democracia, etc. La lección ya estaba aprendida.
Los tiempos dejaron de ser puros, las utopías terminaron con la muerte de Tierno, la corbata de González y el referéndum de la OTAN. Un año después, tras haber salido con la hija de uno de los amigos de Tejero y Miláns (seguía yo con mi carisma tolerante), me enamoré por fin de una chica de izquierda. Ahora es mi mujer, mira por dónde. Quién sabe si debo mi felicidad conyugal a Tejero.
Para leer a Hegel, vamos.
Nota: Me gustaría que las 20 ó 25 personas que leen esta cosa aportaran su 23-F. Es como aquélla escena de Night Moves, en la que Gene Hackman y Jennifer Warren conectan de veras cuando responden a la famosa pregunta: "¿Dónde estabas cuando mataron a Kennedy?". Viva la memoria.
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