viernes, 20 de febrero de 2009

Los Peligros de la Pureza.

Cuando el PSOE se enredó en los escándalos promovidos por sus enemigos internos y externos, Julio Anguita hizo un análisis curioso de la situación, aportando a nuestra triste política nacional dos conceptos que luego se revelaron tragicómicos: “las dos orillas” y el “sorpasso”.

El PCE vió la oportunidad de morder la yugular de los socialistas y, aumentando las contradicciones del sistema aliándose con el PP de Aznar en momentos y escenarios puntuales, la de sobrepasar o, al menos, asustar al Partido Socialista.

Esta política desconcertó a mucha gente dentro de la coalición de Izquierda Unida, cuyo corazoncito izquierdoso veía feo juntarse con el caudill... digooo... con Aznar simplemente por motivos de aumentar la cuota de votantes. Al tiempo, hubo un proceso de “clarificación” dentro del partido, de tal manera que, para recuperar las verdaderas esencias, se recurrió a “quien no está conmigo está contra mí”, a la vuelta a la pureza doctrinal y a la selección de los “verdaderos”. Como el propio Anguita dijo en una entrevista, quedarían pocos, pero serían los buenos, los auténticos.

El resultado: muchas de las llamadas sensibilidades de IU se vieron apartadas, se largaron al enemigo natural o se quedaron por lealtad al proyecto fundacional pero sin renunciar a dar cera a una formación que tendrá –creo—uno o dos millones de votos potenciales más de los que realmente consigue en las muy amañadas y bipartidistas legislativas.

Digo todo esto porque el papa Ratzinger está encabezando un proceso de purificación muy parecido (comunistas e Iglesia siempre han tenido mucho en común: partieron de una idea fundacional, construyeron un dogma que violaba dicha idea y luego construyeron patíbulos para los disidentes). El problema es que purificación significa siempre exclusión, así que la cuota de mercado se va reduciendo aunque aumente la fidelidad a la marca de su clientela.

Y es que la historia es tozuda: si un movimiento quiere tener éxito, como vió San Pablo, tiene que sumar corrientes y sensibilidades que no comparten el núcleo ideológico ni pragmático de la ideología fundadora: nadie podía ser menos cristiano (en el sentido judío del término) que un griego de Alejandría, ni nadie puede ser menos marxista que un empresario pequeño-burgués que deslocaliza su producción. Tarde o temprano, la diversidad y pluralidad de corrientes trae consigo la lucha por ocupar los espacios de poder dentro de la institución y la pérdida de la oferta ideológica a cambio del mantenimiento de la institución. Además, esas corrientes van creciendo y pretenden asumir protagonismo y cuotas de poder dentro de la misma, con el fin de acercarla a sus bases.

Cuando esta diversidad amenaza con borrar la identidad de la institución o provoca luchas internas, se prevé una crisis. De modo que la tendencia puede ser reincorporar a todas las sensibilidades dentro de una idea re-fundacional, aunque excluya a ciertas minorías en el proceso, o bien la posición más conservadora: volver a los orígenes institucionales, recuperar los mores y la moral de la tradición.

Cuidado: no se vuelve a la idea fundacional –en el caso de la Iglesia no se vuelve al Cristo; los estalinistas nunca vuelven a Marx--. Se vuelve la mirada al momento en que la institución haya tenido más poder, a la época maravillosa de los buenos y viejos tiempos. De ahí que la purificación ideológica se convierta en purificación ritual y que las personalidades que se buscan sean lo más cercanas posible a los valores y percepciones de la época en la que el movimiento ejercía el máximo poder.

Es decir que Benedicto lo que quiere no es volver a la Iglesia primitiva, a la iglesia de la caridad, del Cristo amor y redención. De lo que se trata ahora es de volver a la iglesia de Trento. De proponer la teocracia como sistema de gobierno. De renegar de la liberación laica. De asimilar los ideales republicanos al nazismo. De poner a la mujer en su sitio. De recuperar a los lefevbrianos aunque sea a costa de perdonar pecadillos como la negación del Holocausto.

Y en ello estamos. Eso sí: seguro que los que queden serán muy puros. Y a mí personalmente me da pánico la pureza. Debe ser de las palabras más pronunciadas por Hitler y Goebbels en todos sus discursos. Eso me imagino que también lo sabe muy bien el buen pontífice.

Nota para aburrir. Los puentes fueron un descubrimiento clave en la historia, puesto que fueron el secreto de la prosperidad económica y de las comunicaciones del mundo antiguo. Tan importantes como la rueda o internet. Se creía que tal triunfo de la humanidad sobre la naturaleza podía incluso ofender a los dioses y el vulgo, como es habitual, pensó que aquéllas obras espectaculares tenían que ser obras del maligno en las que habitaban espíritus ofendidos por la soberbia humana, como nos pasa ahora con el ordenador, por ejemplo. De modo que se dedicaron unos funcionarios religiosos a aplacar la ira de los genios de la naturaleza y de los dioses, “tendiendo puentes” entre nuestro mundo y el suyo, negociando y haciéndonos perdonar por sobrepasar los obstáculos de la creación. Este cargo metafórico, arquitecto de las relaciones con lo sobrenatural, fue espiritualizándose –y burocratizándose—hasta que el máximo responsable de las ceremonias cívico-religiosas fue nombrado “pontifex maximus”, es decir, el jefe de los que tienden puentes. Título que más tarde asumieron los emperadores y que los papas cristianos asumieron cuando se hicieron con la corona del Imperio. Bueno, pues no veo yo al papa Ratzinger, precisamente, muy proclive a tender puentes. Y menos si se dedica a readmitir a dinamiteros. Como decimos siempre: pobres de nosotros si no hay un cielo, pero pobre de él si hay un infierno.

Vale.

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