lunes, 15 de septiembre de 2008

Y, como bienvenida, un cuento pequeñito que ha fracasado, el pobre.

JASÓN

En realidad, no es miedo. Estoy viendo el cañón de la Parabellum que me apunta y no tengo miedo. Es una especie de flojedad, de sensación de absurdo, de ¿y ya está? ¿Así se muere uno? Es todo demasiado sencillo. Tan trivial como apretar el interruptor de la luz.

Ni siquiera tiene importancia que sea yo, en este momento, el que distingue el comienzo de las estrías espirales del ánima. Tiene su gracia que llamen ánima a la parte interna del cañón de un arma. Y que los misiles se lancen con cañones de ánima lisa y los proyectiles balísticos con cañones de ánima rayada. No recuerdo que Aristóteles hiciera esa distinción. Ahora el ánima me va a quitar el ánima. Sí que tiene su gracia.

No tengo nada en contra del tío que está detrás. Le conozco de algo. Me suena haberle visto en algún garito de Barcelona, a principios de los noventa, cuando la fiebre limpiadora y mès que mai. Quizá andaba colgado de alguna puta de las que echaron de los barrios finos para que los guiris no vieran más que las olimpiadas y fueran con putas de más pasta y a buenos hoteles, que todo recauda.

De todos modos, no es nadie. Por lo menos ahora ya no. Ni yo, claro. Cuando descubrí la maleta y supuse que habría para trescientas o cuatrocientas dosis sólo vi el color rosa de la pasta. Yo creo que el rosa le va mejor al dinero que el verde: el rosa es felicidad y el verde esperanza. O sea, que el verde representa la persecución y el rosa la llegada. Prefiero la llegada. Y prefiero no pensar en estas gilipolleces cuando el tío está a punto de apretar el gatillo. Total, no creo que las vaya a colgar en ningún blog: muertoporgilipollas.myspace.com

Ahora, eso sí. Que me quiten lo bailao. Me encantó tener a Nogales y a Ruiz lamiéndome el culo. Ahora que lo pienso, también me voy a ir sin saber lo que es eso sin metáforas. Ya no importa. El tío me está hablando. Y lo más gracioso es que cree que le escucho. Como si tuviera importancia lo que dice. Nogales, ha dicho Nogales. Claro, quién si no.

Se tuvo que cabrear de verdad cuando me vio aparecer con la maleta. Yo sabía por qué lo había hecho. En la organización yo estaba subiendo como la espuma, después del trabajito que hice para el viejo. Y cuando los médicos descubrieron que en el forro de los cojones llevaba un bultito de más, supongo que Nogales vio la oportunidad de sucederlo.

A mi realmente nunca me interesó heredar al viejo. Cada uno sabe hacer lo que sabe hacer, y nunca pensé en llegar más arriba. Más abajo te putean, y más arriba, entre la pasma, los colegas que buscan ampliar negocio y el estrés de la dirección, pues no es vida. Siendo un segundón estaba bien cubierto de pasta, me reservaban las mejores tías de los garitos más cool de media Europa y casi no tenía responsabilidades. Y con los plazos y los métodos a mi medida.

Esto, claro, Nogales no lo sabe. Y no hay peor enemigo que el que cree que él lo es tuyo. Porque ni piensas en adelantarte y cepillártelo ni te cubres las espaldas. Así que sorprendido-sorprendido no estoy, pero lo cierto es que me ha pillado como a un imbécil.

Por eso creo que le sentó mal verme aparecer. Estaba convencido de que el Cáucaso y los chicos georgianos –tan susceptibles-- haría el trabajo por él. Y va y no. Claro, que Nogales siempre creyó que yo soy un simplón, o algo peor. Tomé la táctica contraria a la que esperaba: fui a ver directamente al georgiano. A ver cómo respiraba. Me alojé en el Kempinsky. Hice el papeleo con el mismo turco-alemán –se les distingue porque no llevan bigote, a diferencia de los naturales del país-- que lleva tres años haciendo el turno de noche. Fingió reconocerme, como debe ser, aunque los dos sabíamos que yo sé que mi nombre aparece en el cacharro.

Lo que me gusta de ese hotel es que es una copia del palacio de Sissí en lo externo y tiene alma (es decir, ánima: sí que tiene gracia) decadente, un aire de Muerte en Venecia. Pero la de Visconti, no la de Mann. Bueno, eso y que a la habitación, en vez de un botones lleno de granos te suben dos azafatas llenas de piernas. Además, podía dejarme ver por el antiguo barrio rumí, donde están los buenos restaurantes de pescado y por las casitas residenciales de Arnavutköy, donde el georgiano tenía su base occidental y creo que algo de familia lejana.

El caso es que tuve la intuición de que andaría por allí y acerté. Agradecí el sentido de familia que tienen los georgianos. Porque cuando quedamos en el Kalamar –es típico el tío—para cenar se llevó a su mujer y a su hermano. La mujer... Estuve media cena dando gracias por ser el espermatozoide más rápido de la bolsa, porque ahora más que nunca sé que nací para llegar a ver esa maravilla. La otra media, pensando en que el georgiano no se la merecía. Y el postre, en cómo iba a poder hablar con ella –si hablaba un idioma humano—sin temblar y de qué.

Tuve una suerte loca, porque el georgiano se emborrachaba por momentos y porque ella hablaba francés. Un idioma que no conocía él, pero yo sí. Hablamos de tonterías: de viajes, de sitios donde habíamos estado ambos, de museos y de los bares de Estambul donde se podía beber alcohol, que son muchos más de los que conocen los turistas. Luego estaba la otra conversación: la de sus ojos entre grises y violáceos, negros como la túnica de la muerte. Estaba claro que la había visto de cerca. Y una tercera conversación: la del georgiano poniendo a caer de un burro a Nogales y a sus muchachos porque habían hecho una chapucilla en Ankara que le había salpicado y le llevó a volver a Georgia a toda pastilla pasando por territorio kurdo, lo que traducido es que hizo kilómetros vendiendo las tres o cuatro pipas que llevaba encima a lomos de mulas a seis bajo cero. Era para estar de mala leche, desde luego.

Eran muchas conversaciones a la vez, pero yo y mi té nos estábamos manteniendo más o menos cuando ella me rozó la mano. Y ahí fue cuando con una bolita de cristal tenía que haber visto el cañón que me apunta ahora. Lástima que mi intuición y mis sentidos ya habían ido debilitándose y andaban a esas alturas por la mitad del tronco, y bajando. Visto ahora, sé que fue un roce casual, buscando la misma servilleta o apartando una cucharilla, no recuerdo el detalle concreto. Pero fue como una descarga en la que un chispazo contuviese todos los viajes psicotrópicos, todos los orgasmos, dejándome una quemadura tan descomunal que estuve unos segundos tapándome el lugar: creía sinceramente que la huella del contacto podía verse y temía que la viera el georgiano. Ella sonrió. Joder, yo creo que lo supo.


Para que aquello cicatrizase, volví a tratar de sonsacar al georgiano, ahora que su hermano se había ido a la barra para otear las visitas indeseables. La tenía, claro, pero la última persona que iba a ver la maleta iba a ser Nogales. No en esta vida. De hecho, dormía sobre la maleta, decía, más a menudo que sobre ella, y señalaba a la mujer. Se rió de su chiste más que nosotros y volvió a tragar de la que yo creo que ya era la tercera petaca que sacaba. Realmente, el georgiano era un tío con sed.

Haciendo un balance rápido, me di cuenta de que tenía dos cosas que quería, de tres. Tenía la información, tenía buen rollo con el georgiano y no tenía a Mel. La mujer se llamaba Mel. Y era medio rumana, medio gitana, medio albanesa y medio vete a saber cuántos aportes genéticos más. Por razones oscuras, emigró a georgia con familiares suyos, desalojados por los kosovares. Y por razones más claras se convirtió en la mejor oferta, y la más cara, de un servicio para gente que buscaba buena compañía a precios nada razonables. Y cobraba un suplemento porque sabe leer las cartas y algunos otros trucos, como me dijo ella más tarde.

A la noche siguiente, cuando me preparaba para orbitar un poco por Besiktas, me llamó el turco sin bigote y me dijo que alguien quería verme. Como hizo una pausa larga hasta completar la frase con “es una señorita”, casi tenía trazado el plan de escape. Pero me asustó más pensar que era ella que el que viniese el hermano del marido. Venía casi vestida de Versace y pasó a la habitación con el aire de quien ha estado al otro lado de la puerta demasiadas veces, rozándome con su hombro al pasar. Otra dosis.

Ella sabía cómo conseguir la maleta. Me lo dijo cuando ya toda la habitación olía a nuestro sudor, cuando yo estaba tratando de quitarme la sensación de lodo de la boca y cuando ella abría las cortinas para que parte del Bósforo –la parte buena, la de las fotos que los cuñados te enseñan en el chalé a la hora en que quieres salir corriendo de su casa—nos echase en cara nuestra furia. Es decir, que en la cena se había dado cuenta de las dos cosas: del chispazo y de que sonsacaba al georgiano. Debí ser tan disimulado como un gringo en el centro de Kabul. Celebré la afición por el alcohol del georgiano. Y, visto con perspectiva, su gusto para las mujeres.

Era una historia que había visto u oído como quien lee las noticias sobre los accidentes de tráfico. Resultó que Mel era la esclava del georgiano. Y no me refiero a su bonita y sucia y complaciente esclava sexual. Era una esclava de verdad, residuo de la guerra, y el georgiano se la compró al tratante que la compró a su familia en algún lugar entre Batumi y Tbilisi. Y resulta que quería que la liberase de su amo. Era tan increíble que, por supuesto, di por hecho que era verdad. Y cuando miré en el fondo terrible, arrasado, de sus ojos me asomé a un pozo que me dijo que aquello era absurdamente cierto.

El plan era tan simple que casi era ridículo. Me invitarían a cenar, emborracharía al georgiano, cuidaría de que su hermano no estuviera en casa, cogeríamos la maleta y llegaríamos a ver a Nogales en dos o tres días. Nada de aviones ni de trenes. Yo me encargaría de pillar un coche en el aeropuerto Atatürk y, para despistar, iríamos primero a Sinope, compraríamos un barco y atravesaríamos el Mar Negro hasta Sulina. Allí, una parejita que quiere pasar un mes remontando el Danubio. Luego, Viena, donde casi me conocen como a Strauss, y luego veríamos. Ella tenía el pasaporte en regla y yo tengo tantas identidades como pelos en el brazo. Sin problemas.

Sólo que entre Sinope y Sulina (vaya, otro chiste), cuando amanecía, una planeadora nos seguía. Era el hermanísimo. Eso era olfato. Habíamos salido en dirección hacia el Noreste precisamente porque era lo menos lógico. Claro, que este georgiano bebía mucho menos que el otro y no nos subestimó. Bueno, en parte sí. Cuando nos abordó en la mierda de lancha de pescador que alquilamos con pescador dentro y todo, Mel le seccionó la yugular y le hizo tantas punzadas con su pequeño cuchillo mientras me estaba apuntando a la cabeza, que si yo hubiera sido la sangre me hubiera costado escoger un agujero para salir. Después tiramos al acerico al agua, y el pescador, que había estado escondido en la minúscula bodega del esquife, encendió una pipa y no volvió a decir palabra. Nosotros tampoco. Esa noche, a la vista de la desembocadura del Danubio, hicimos el amor en la misma bodega hasta que todo olía a nosotros.

Pues sí. Cuando Nogales me vio entrar con la maleta, no lo podía creer. Mel me había convencido para ir a las seis de la tarde, porque así lo habían dicho las cartas. Como había quedado citado con Nogales en Córdoba, casi ni me reí cuando me lo dijo. Y no quiso acompañarme. Ruiz me abrió la puerta con un poco de ceremonia, como un torilero. Sólo que su mirada decía que no estaba seguro de si estaba entrando el toro o el torero. Y mi expresión no le dio pistas. Entonces conté a Nogales la parte del plan que Mel y yo habíamos trazado en una mierda de restaurante español de Grénoble, casi en la Plaza del Tribunal cuya tortilla de patata era una omelette revuelta con chips y la copa de Veterano (Fetgán, como decía aquel alpino vestido como un Bandolero de las películas del tomatecolor) andaba por los veinte euros.

El caso es que Nogales no sabía un par de cosas. Que Mel era muy eficaz como vicepresidenta ejecutiva y que yo ahora encabezaba toda la red desde Barcelona hasta Budapest. A lo largo del viaje, Mel contó nuestra historia, un poco adornada, a los contactos del georgiano que pudimos localizar. Además de una lengua capaz de hacer abjurar al mismísimo San Pedro, Mel tenía una memoria prodigiosa. Así que el reclutamiento fue un éxito. Además, lo que habíamos hecho en Estambul le daba al georgiano una pátina de debilidad que a la gente de este negocio no le gusta un pelo. Así que de pronto volvíamos con un ejército y un territorio como para acojonar a Gengis Khan y Nogales tenía al final la cara de quien ha sido descubierto con un teleobjetivo a la puerta de un colegio de niñas, en gabardina.

A partir de ahí las buenas palabras y una especie de codirección de los negocios como a mi me gustaba: a mi ritmo, cobrar mucho y trabajar poco. Por algún motivo, sin embargo, Mel decidió quitarse de en medio. Decía que no quería saber nada de nada, y se fue quedando con sus velas a los santos, el tarot y visitas intermitentes a Albania, donde aún le quedaba algún pariente. Cuando le conté la tercera parte del plan, volví a asomarme al pozo de sus ojos. Pero no me dijo que no.

La cuestión es que nos faltaba la pata política, como Ruiz decía a menudo. Nogales era más de la vieja escuela, y se conformaba con comprar en el supermercado a las autoridades necesarias. Pero Ruiz veía más allá, y le di la razón. El próximo paso era entrar en política, y el único que sabía juntar dos palabras de más de tres sílabas sin necesitar escopolamina para el mareo era yo. Así que necesitábamos que mi identidad fuera la de un político conservador con todo el equipamiento.

Me casé. Con una piji de esas clónicas de cola de caballo a mechas, Lacoste rosa en los hombros y pendiente de perlita. Era una amiga de Ruiz que siempre había estado colada por mi y que jamás pensó en que no se casaría con un Borja o un José Mari, pero yo la ponía todo lo cachonda que una tía así se puede poner. Es decir, poco, pero suficiente. Cuando se encontró con Mel y todo lo que representaba ya estaba pillada. Mel hacía de jefa de gabinete de mi actividad pública y gozaba de entrada libre en casa. La piji tragó. Mejor. Teníamos contra su padre un expediente que podría guardarse casi fácilmente en la bodega de un Jumbo. Para Mel ni siquiera existía. Aunque no le gustó nada lo de mis dos hijos. Cada uno supuso un viajecito a Albania de seis meses y el ayuno subsiguiente.

Y ahora este tío me está apuntando con una Parabellum diciendo algo de Nogales. Y de Ruiz. No puedo entenderle. Le escucho como si yo estuviese en el fondo de una piscina y él me hablase desde el trampolín. Es un eco inmóvil, lejano. Sólo veo la tensión en su dedo índice cuando

-- ¿Ha sido rápido? –Mel se ajustaba el tirante del sujetador y no le dijo a Yevgeny que se sentara.

-- Sí, pero raro. Miraba al cañón de la pistola y dijo algo como Kempinsky, Nogales, maleta, pozo... ¿qué se yo? Raro – Yevgeni se encogió de hombros--, ni se inmutó cuando le dije que Nogales me había obligado a matarlo.

-- ¡Vaya! Y ¿Nogales y la piji? –Mel miraba ahora a Yevgeny desde el pozo. A éste le costó un momento rehacerse.

-- Nada: amantes, accidente, corrupción. Todo solucionado. Mañana lo leerás en los periódicos.

-- Vale. Dile a Stu que te pague –Mel esperó a que Yevgeny saliera del despacho. Sacó la maleta de debajo de la mesa y, de alguna manera, tuvo fuerzas para casi sonreir.

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